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COLUMNISTA

18 de octubre de 2016

Solamente mírame y cambiarás mi día...

Por Ely Grimaldi

Ella se acercó y me dio un abrazo profundo y estaba emocionada por habernos encontrado. Yo también, hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Nos miramos a los ojos y nos saludamos con ternura, esa ternura que solo se encuentra cuando pasó buena agua por el puente y cuando hay ganas de contar la que circuló después.
Sus manos me recordaron que el tiempo pasa, a veces para bien y otras para permitir aprendizajes. Me contó algunos problemitas que tuvo durante estos 21 años que llevamos sin vernos. ¿Les cuento algo? (Ella lo sabe porque se lo dije), me costó mucho reconocerla eh, yo había sido la seño de su hijito y nos reencontrábamos después de tanto tiempo, en otro contexto, en otro pueblo y con otras líneas de tiempo reflejadas en cada parte de nuestro cuerpo. Ella tampoco me hubiese reconocido si una amiga no le dice quien era la que estaba hablando a ese grupo de jóvenes.
La primera pregunta que le formulo, obviamente, tuvo que ver con ese niñito, amado, respetado, vinculado a mi vida solo por un año pero que siempre continúo en mí.
Mi corazón se hacía cada vez más pequeño a medida que me contaba las historias vividas, las lágrimas no pudieron contenerse y ahora, cada vez que lo pienso, la angustia recorre todo mi ser.
Él era un niño, pequeño, callado, silencioso, casi mudo y les cuento estos calificativos porque nunca, lean bien, nunca había hablado dentro de la escuela. Llegué a esa escuelita campera cargando en la mochila las emociones y las expectativas de mi primera experiencia como maestra rural. Todo era para mí distinto, interrogante y maravilloso. Los niños adorables y Él también y silencioso.
En cada jornada, costumbre que me encanta, antes de comenzar a trabajar en las áreas, nos escuchábamos un ratito mientras compartíamos un mate, un te, o solamente las ganas. Relatábamos alguna experiencia, nos saludábamos uno por uno mirándonos a los ojos. Trabajábamos en “mesa de Arturo” como suelo decir (ah nooo, todo hoy no voy a explicar, vayan y busquen quien fue el Rey Arturo y que mesa inventó).
Lo cierto es que todos mis alumnos eran y son iguales para mí, y Él recibía las mismas preguntas, el mismo trato, la misma obsesión de esta testaruda seño, les ensañaba a todos y prestando atención a cada uno por igual, ÉL no hablaba pero observaba, me observaba.
Una mañana en medio de la ronda de saludos, recibo la tan esperada respuesta: -¡Hola! Miré al resto de los niños y les hice una mueca para que no exageraran la emoción de escuchar por primera vez, en cuatro años de convivencia, la voz de su compañerito.
Por supuesto realicé una segunda pregunta y obtuve la respuesta. En mi corazón había 20.000 caballos galopando. Lo abracé, le di muchos besos y una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro (tampoco lo habíamos visto expresar ninguna emoción).
A partir de ese momento le teníamos que pedir por favor que no hablara tanto. Todo lo reprimido en su pecho salía a borbotones. El vínculo fue tan intenso que en la fiesta de fin de año recitó una poesía y hasta bailamos juntos...
Al año siguiente fui desplazada por otra seño, (esas cosas pasan en educación), y este bello ser, esta persona maravillosa, no volvió a pronunciar una sola palabra más.
Cuando me encontraba con uno de mis alumnos de esa escuelita Lezamense, el primer relato era: ¡No habla Ely!, ni con nosotros.
Los vínculos, esa humanidad expresada con todo el ser hacia otro que nos importa, que necesitamos visibilizar porque es una persona que tiene sentidos y sentimientos. 
Una vez leí una frase que me llegó al alma “cuando un niño no ingresa dentro del universo del docente siente que es invisible, que no existe”, y obvio que pasa todo lo contrario cuando está iluminado en todas sus partes.
Apostemos a cambiar los mundos, por más pequeños que sean, con abrazos y sonrisas, con miradas amorosas y manos aferradas a la esperanza. 

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